Sobre nosotros

Tenía razón madre, el paseo me vino bien, me despejó, me permitió inmiscuirme en mis pensamientos, en el recuerdo y la proximidad a la gente que conformaba mi círculo vital, como Paula, como Sita, también como Cándida y, en menor medida cada vez, Chelo y Petra, como mis tíos Luis y Paqui, como su hija Marta, también me hizo saborear la estrecha y beneficiosa relación con María, la viuda de mi padre. Y me dejó contemplar los colores de la caída de la tarde en el campo, tan intensos, tan distintos, tan bellos, que era algo que casi no recordaba ya, aunque no hiciera tanto tiempo, y que me llenaban completamente.

Cuando volví a casa la mesa estaba lista, los platos esperando ser llenados, y madre terminaba de preparar algunas cosas en la cocina. La saludé dándole un beso en la mejilla, que previamente me había ofrecido al efecto.

Estuvimos hablando, mientras dábamos cuenta a una ensalada y un par de huevos fritos con patatas. Me contó que había estado tiñendo algunas ropas, sobre todo batas, de negro. Miré hacia el patio y vi que efectivamente un par de ellas se encontraban tendidas en el cordal.

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Observaba a madre con atención. Me gustaba ver como movía sus manos, el gesto que ponía mientras iba preguntándome donde había estado o me contaba sus cosas, por insignificantes que fueran. La veía en otro plano. En otro diferente. Era una mujer joven a sus 41 años, atractiva, a pesar de que sus vestimentas, tan mimetizadas con el pueblo mismo, no la hicieran valer lo suficiente.

De igual forma que en la tarde, cuando me bañaba, los botones abiertos de su bata negra decolorada, casi gris, me permitía ver su canalillo, sus tetas. Y yo, hipnotizado con esa visión, me debí quedar embelesado. Madre se dio cuenta y se cerró instintivamente un botón, lo que chafó el espectáculo, o lo atenuó más bien. No llevaba sujetador. Después de la siesta no se lo había puesto. Me pregunté si aún cubriría sus vergüenzas con las mismas bragas que llevaba por la tarde, cuando estuvimos follando y que se había quitado, tirándolas a lo lejos, junto a la muda de la que yo me había desprendido.

Tras la cena fregó los cacharros y cubiertos que yo sequé, guardándolos en el cajón correspondiente y apilando los platos en un mueble alto, junto con los vasos. Parecíamos una pareja recién casada. Igual. Andábamos con prisa por irnos a la cama. Sin hartura. Que hubiéramos estado todo el día dale que te pego, no impedía que, sin necesidad de decir nada, sin tener que mostrar nada, supiéramos, cada uno por su lado, que deseábamos retomar las hostilidades placenteras que nos otorgábamos mutuamente.

Madre calentó agua en el fuego del hogar, en un cacharro de loza granate, para prepararse una bolsita de te. A mi la infusión no me gustaba, por eso me ofreció un café, pero tampoco me apetecía mucho.

De lo que sí tenía ganas era de ella. La cogí por la cintura y la besé. Un beso tierno, sin lengua, labio sobre labio. Un beso de aproximación, de deseo, y una caricia en su pelo liso, castaño, suave, con un olor tan grato y recordable. Madre olía a madre, y me explico: yo creo que todo el mundo tenemos un olor característico, que, a pesar de los perfumes, aceites, cremas o pontingues que nos pongamos, no se va, no se oculta, se mantiene y nos define. Podría adivinar la presencia de madre simplemente percibiendo su olor, tan característico, como el de todos, pero suyo.

Nos retiramos pronto a la habitación, porque, como he dicho, ambos teníamos deseos y ganas no ocultas. Queríamos estar allí. Tranquilos. Con el otro. Madre se desnudó al completo, quitándose la bata y las bragas y se metió en la cama, tapándose con la sábana, mientras me miraba desnudarme.

Todo el amor que nos teníamos se concentró en el primer beso, tan húmedo, tan emocionante, tan de menos a más. Era un juramento de deseo, un compromiso de necesidad.

Ese cuarto de paredes irregulares y encaladas fue nuestro epicentro, una vez más, nuestro punto de encuentro, el lugar donde nosotros dejábamos de ser lo que éramos para olvidarnos de todo, para ser nosotros mismos frente al otro

- Cómo es posible que esté tan caliente después de no haberlo dejado en todo el día…?, por Dios...y con tu padre recién enterrado…

Esas palabras, que salían de su boca entrecortadas, con excitación, pero con dudas de conciencia, hicieron que me abalanzase a su pecho, que tomara con mi boca su pezón izquierdo, que lo mordiera, que lo chupara, como si volviera a mi infancia lactante, que me llenara de teta y que hiciera que cualquier cargo que madre pudiera tener, se desvaneciese de súbito y se abandonase, a través de sus jadeos, a un deseo que se apoderaba de ella y que la hacía irremediablemente cruzar el límite de lo correcto

- Sí, mi vida, chúpame...cómeme la teta…

Entre tanto, mi mano había bajado y jugaba con su vello, para luego adelantar mi dedo corazón en busca de su clítoris, ya inflamado, ya notorio. Madre se mojaba irremediablemente, humedecía su sexo y abría sus piernas, como único medio de sentir mayor placer, hasta hacerlo insoportable

- Fóllame, Paco...que no puedo más, tesoro...que te necesito dentro

Podía haberla montado en ese instante, porque yo también lo deseaba. Podía haber entrado e iniciado un movimiento que nos hubiera llevado a los dos al final en poco tiempo, porque estábamos preparados ambos para ello. Pero hubiera sido, en ese caso, un polvo inmerecido, algo puntual. Y nos habíamos ganado más. Bastante más que una follada para conseguir un orgasmo. El deseo es sufrimiento, pero sufrimiento agradable. Y hay que soportarlo